domingo, 20 de agosto de 2017

Historias para compartir: Día del niño... ¿Sinsentido o realidad?


Hoy es domingo, 20 de agosto, día del niño en Argentina (según el país,  la fecha varía), en el nuestro se ha cambiado en los últimos años por diversos motivos aunque siempre se festeja en el mismo mes.
Según Wikipedia, “es una celebración anual dedicada a la fraternidad y a la comprensión de la infancia del mundo y destinado a actividades para la promoción del bienestar y de los derechos de los niños…”.
Una linda fecha para acercarse a los más pequeños y mimarlos con algún regalito.
Sin embargo, me detengo a reflexionar en los terribles sucesos que han ocurrido
en los últimos días, a los que se suman otros y otros y otros;  y eso me lleva a pensar en que somos como niños. Pequeños que no saben del peligro de sus acciones y saltan desde un tejado, suben a una tabla y se alejan mar adentro sin saber nadar, descubren armas que sus padres tienen en sus casas y juegan con ellas, mascan las hojas de una planta venenosa o se tragan una moneda, cruzan calles sin mirar si viene algún vehículo, meten los deditos en los enchufes explorando el mundo que los rodea…
Somos como niños, desde ese ángulo, aunque no desde el lado inocente con el que realizan todos esos hechos y muchos más; sin medir las consecuencias de sus actos por el solo hecho de estar aprendiendo los límites de sus acciones. 
Somos una humanidad vieja en edad pero muy recién nacida en decisiones de cómo vivir entre nosotros y aunque la experiencia tendría que habernos ayudado a comprender que hay cosas que son territorios sembrados con carbones al rojo vivo, seguimos caminando por allí, quemándonos los pies y el alma, llagando el corazón con tanto fuego destructivo.
Hoy es el día del niño, duele abrir el diario y que sus titulares hablen de los atentados, de accidentes, de tiroteos, de confrontaciones políticas… 
 Y vuelvo a pensar en cuánto nos falta como humanidad para cumplir años y llegar, por lo menos, al tiempo de la adolescencia.
Ayer, otra vez aparecieron en la vereda de mi casa, dos palomas muertas, resultado de la inescrupulosidad de un vecino que ¿juega? con un arma de aire comprimido a derribar esos animales inocentes que no sé qué mal le causaron. Situación que se repite desde hace bastante en mi cuadra. No sabemos quién es, aunque lo sospechamos. Y ayer, la gota colmó el vaso de mi paciencia cuando el zumbido de otro disparo cruzó por encima de nuestras cabezas mientras toda mi familia estaba en la calle,  alguno hablando sobre ese tema con un vecino, otro levantando a las aves, otro jugando con el perro y confieso que exploté como tapón de sidra. No soy de reacciones violentas, sin embargo sentía que la sangre me hervía y con las palomas, mi marido y el otro vecino a cuestas, fuimos a la casa donde (yo) creo que está la persona que comete esas atrocidades. Hubo una discusión breve donde algunos señalaban el peligro y otros se escudaban, enojos, palabras fuera de lugar… Después, uno toma conciencia de que no existe la total seguridad de que el otro sea el culpable, de que se haya equivocado de persona, cada uno sabe interiormente lo que hizo o no…
Hoy es el día del niño y no tengo ganas de publicar un cuento luminoso. Los dejo con un mal sueño. Sepan disculpar…




Apocalipsis 

(Relato de una pesadilla) 


Habían pasado dos meses del Gran Terremoto.
Nora, como tantos otros, tenía su remolino de mantas arrinconada contra un negocio del centro. Al
despertar, se fijó si el comercio junto al cual dormía, funcionaba. Parecía que sí. Entonces, tendió las cobijas, las corrió unos pasos para que nadie se las llevara por delante mientras escuchaba a su vecino que, sentado en la vereda, comía galletas duras, tomaba mate y charlaba con una vieja. Decían algo sobre el edificio que se erguía enfrente. Ese mismo donde ella iría en pocos momentos. Habían oído por allí que era una jaula caza bobos: llamaban a mujeres para trabajar y terminaban siendo prostituidas. Nora meneó la cabeza. No dijo nada pero pensó que todo estaba tan difícil para la supervivencia que cuando aparecía una oportunidad siempre le encontraban una mancha, algo sucio que no sacaban ni doce lavados seguidos.
Cruzó la calle.
Una negra semilla de premonición quiso germinar por un segundo en su cabeza. Al traspasar la entrada, se secó, se deshidrató en el olvido. El lujo que destilaba el lugar, la apabulló.
 Acostumbrada a los últimos tiempos donde la destrucción y los desperdicios mezclados eran lo cotidiano, ese lugar la impresionó. Sillones tapizados en pana, grandes alfombrados, cuadros, limpieza, pulcritud, cortinados verticales que tapaban inexistentes ventanas.


Preguntó a una muchacha que le había clavado la vista desde que entrara allí, por los ascensores. Ella hizo un gesto con la cabeza y sonrió.


Nora siguió
caminando, entró a la cabina y presionó el número 6. Hubo un silbido metálico y comenzó a subir. Lentamente. 

 Tocó las paredes, recubiertas por una tela suave, lisa, acolchada. 
 Las puertas se abrieron a un largo pasillo.
La primera era la suya.
Golpeó.
Una joven que podría haber sido la hermana gemela de aquella que quedara en la planta baja, le abrió, la hizo sentarse y se fue. Sintió un escalofrío que le recorría la espalda cuando oyó el susurro de una llave cerrando la puerta. Corrió e intentó abrirla pero fue inútil. Volvió a recordar todo lo que había escuchado de ese lugar, entonces, se dio cuenta de que solo con ingenio podría escapar.
Gritó a través de la cerradura que poseía algo que quizás era mejor que ella misma como mercancía. Del otro lado se escuchó una risita. Insistió, mientras revolvía sus bolsillos y sacaba de uno de ellos un frasquito azul.
La risa calló.
Habían mordido el anzuelo.
Dos o tres cosas faltaban en el caos actual: drogas, mujeres, alimentos.
-¿Qué podría caber en un frasquitos de 5cm. de altura?- preguntó al vacío.
Un ruido de llaves seguido por un par de ojos curiosos asomaron. Nora puso un pie entre la pared y la puerta, abrió de golpe y tomó firmemente a la mujer por el cuello, zarandeándola hasta que cayó semiinconsciente.
Corrió al pasillo, alcanzó a ver el interior de otra habitación, donde dos viejos perseguían una nenita. La invadió la furia. Entró, los golpeó con lo primero que tuvo a mano, los ató con el cable de un velador y los llevó al ascensor.
La chiquita la siguió llorando.
Se encontraron con la primera muchacha, la de la entrada. Ella la miró perpleja. En el ascensor el clima era muy tenso. Silencio.
Nora, que sujetaba a los viejos por la espalda, miraba a la nenita con lástima. Ella había dejado de llorar y se reía. La muchacha, permanecía estampada contra la pared.

Cuando se detuvo el ascensor, salieron en procesión.
Primero, la nenita, que con un gesto duro y paso rápido y decidido, marchó hacia un despacho de la planta baja, la seguían los viejos, aplaudiendo y detrás, la muchacha, anotando velozmente algo en una libreta.
-¿Volvemos a insinuar que necesitamos operarias para trabajar en nuestra Empresa, Sra. Presidenta?-
-¡Por supuesto!-, respondió la nenita. –Y haga limpiar el piso-, agregó.

Nora quedó atrás, semiderrumbada en una esquina, llorando lágrimas rojas que,
sin querer, 
caían por un resquicio al sótano, manchando el único lugar sucio y desordenado de ese inmenso edificio de oficinas. El único que aún se erguía entre la destrucción de la última ciudad.

Clara Silvina Alazraki

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